Dura cosa es intentar juicios balanceados e imparciales. No sólo por el esfuerzo que implican sino, además, porque conllevan reconocer la parte de razón que no tenemos. Quizá eso explica por qué no hay muchas marchas en repudio a la doble moral, y por qué perdemos de vista, convenientemente, el doble estándar de aquellos en el poder. ¿Es acaso que dadas las mismas condiciones de poder nuestro comportamiento sería exactamente el mismo?
Si hay indignación por el ataque a un medio de comunicación, que usa el poder de las ideas, de las imágenes y de la propaganda, por parte de quien usa el poder de las armas, entonces tal indignación deberá ser en contra de la falta de límites en el uso del poder –cualquier poder– y no por el ataque al poder que justifica la secta sociopolítica de mi preferencia. Es decir, por ejemplo, si ocurrió indignación por el horror de los recientes ataques en Francia, entonces la misma indignación también debió ocurrir por el ataque con misiles a la televisión estatal serbia en abril de 1999 por parte de las fuerzas armadas de la OTAN.
El poder –cualquier poder– suele creer que posee la justificación para sus atropellos, pero lo reprobable es su doble estándar moral por el cual juzga, simultáneamente, como “terrorismo” a todo ataque a su idiosincrasia y como “justicia” a todo ataque en favor de sus intereses.
Otra cosa distinta es el prurito malsano de muchos así llamados “líderes” por exhibir pomposamente su indignación, ya sea ésta auténtica o hipócritamente simulada, y marchar ante el mundo en protesta por la gran ofensa que representa para ellos que otros intenten abusar del poder, mientras que eso lo consideran su exclusivo monopolio.