Me llevé una sorpresa –creo fue en 2009— cuando supe que no se sabe en realidad quién escribió los evangelios del canon neotestamentario. Ninguno de los evangelios, al parecer, fue realmente escrito por el autor a quien la tradición atribuye. No hay ni evidencia interna ni externa de que Mateo, Marcos, Lucas y Juan hayan hecho esa composición textual en griego en algún punto entre el año 60 y 95 del primer siglo de la Era Común; eso es entre 30 y 65 años después de que ocurrieran los sucesos de la narración. Para mí eso resultó relevante pues me hizo reevaluar mi suposición de que el autor escribía como testigo ocular de lo que narraba. Para mí, desde que lo confirmé, y también ahora, tomar con responsabilidad esos textos significa reconsiderar más de cuarenta años de vida inmerso en una cultura local dominada por distintas formas de cristianismo. Significa rendir cuentas ante mí mismo por la pregunta sobre qué es el cristianismo, para mí y para el mundo hoy.
Desde entonces no ha quedado en pie ni una sola creencia religiosa de mi pasado. Simplemente no he encontrado justificación para ninguna de ellas. Mis figuraciones religiosas se derrumbaron una tras otra, en el mismo ritmo en que me he llevado sorpresa tras sorpresa al estudiar el proceso histórico de estos textos antiguos. La lectura, el estudio y la reflexión han representado para mí un viaje, un viaje que no está exento de riesgos; por ejemplo, el riesgo de quedar transformado de por vida.
El nada despreciable número de variaciones y discrepancias en los textos bíblicos no son, para algunos, suficientes para cambiar las creencias fundamentales de las doctrinas cuando son tomadas como dogmas, pero para mí la condición histórica de esos textos representa la ausencia de la intención principal que suponía innegable: los textos están dirigidos a una audiencia del tiempo pasado, presente y futuro. En otras palabras, no hay tal mensaje de buenas nuevas que esclarezca el aquí, el ahora, y el porvenir para una audiencia de adultos; quizá como narrativa moralizante para infantes, a quienes, con caramelos y dulces ilusiones, otros busquen dejar contentos y calladitos, pero no para mí.
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