¿No es acaso desconcertante todo el asunto del sufrimiento? En particular, no me refiero a la capacidad del humano para sufrir y padecer dolor de muchos tipos, sino a la inconmensurable cantidad de sufrimiento humano que ocurre día tras día. Aun sin considerar el dolor causado por otros humanos sino sólo el dolor por causas naturales —e.g., las enfermedades como el cáncer o las causadas por microorganismos y las tragedias humanas ante fenómenos naturales— la dimensión de sufrimiento es tal que a pesar del alivio circunstancial que se puede lograr no parece que eso represente algo más que formas paliativas ante la situación.
Si tal situación se interpreta como un rasgo inevitable de la condición humana entonces la situación no es un problema y, por tanto, no requiere solución definitiva pues no la hay. “¡Así es la vida!” –es una frecuente expresión que parece responder al asunto, pero no explica nada sino sólo reconoce la ausencia de respuestas satisfactorias a la pregunta: ¿por qué hay tal cantidad de sufrimiento en el mundo?
Por supuesto, no han faltado explicaciones propuestas a esa pregunta a lo largo de la historia, tanto es así que las posturas más frecuentes hoy al respecto no representan nada nuevo históricamente. Los hechos materiales de la existencia irrefutable de tanto sufrimiento humano no han podido ser considerados sin evitar una insoportable necesidad de explicación, y los intentos de explicar esa compleja y múltiple realidad tan sólo han ofrecido perspectivas parciales y contradictorias; como las propuestas por las religiones y otros sistemas de creencias como formas terapéuticas ante la brutal realidad del inevitable sufrimiento humano.
Quizá, entonces, el cultivo humano, i.e., la educación, deba incluir lo necesario para afrontar el dolor, de todo tipo, de una manera plena. ¿Cuáles estrategias filosóficas hay para auto-cultivarse y prepararse para afrontar el inevitable sufrimiento?
¿Por qué sufrimos? La pregunta ha sido objeto de reflexión filosófica por milenios; como otras preguntas filosóficas, no tiene respuesta sino historia. Por tanto, si una educación plena sólo puede ser auto-cultivo entonces educarse para sufrir implica reexaminar mi manera de interpretar el asunto, cualquiera que sea mi sistema de interpretación actual, e incluso poner en tela de duda hasta qué punto ese sistema interpretativo es realmente mío o sólo una mera reiteración sociocultural.
El sufrimiento es parte del proceso mismo de la madurez humana, han dicho algunos pensadores cristianos medievales, y que el padecer es edificante y un medio de expiación y elevación. Otros de la misma época, e incluso de la misma tradición religiosa cristiana, decían que el tormento en la vida humana es causado por los excesos del propio humano, y que el suplicio terrenal, por tanto, es un castigo divino. Aún más, otros cristianos dedicados a la escolástica medieval –es decir, adictos a enseñar lo que otros deben pensar– afirmaban que el pesar humano no ocurre ni por voluntad humana ni por determinación divina sino por las fuerzas del mal que gobiernan incólumes en todo el mundo. En las corrientes seculares, el estoicismo contempla al suplicio humano como una actitud ante lo que no está en nuestras manos y propone a la indiferencia como medio para soportarlo. En la modernidad, el dolor humano se considera algo de lo cual es necesario liberarse, pero eso aún es una posibilidad de muy pocos, y se pueden entender, por tanto, las demandas y las denuncias de la posmodernidad.
Amplios recorridos filosóficos sobre el suplicio humano pueden, y deben, hacerse también a través de las filosofías orientales para lograr perspectivas más amplias del asunto. De otra manera, sin contar con más herramientas filosóficas, corremos el riesgo de quedarnos con un sesgado sistema interpretativo ante una vivencia de tan variada y frecuente práctica, como lo es el sufrir.
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